Una constante en mi trabajo como psicoanalista es que muchos consultantes logran llegar a mí luego de realizar un esfuerzo tan grande como el que yo tuve que hacer para asumir que si el cirujano no me extirpaba la vesícula biliar nunca más podría incluir en mi dieta el pescado frito y los helados.
Cuando estos pacientes llegan están seguros de
que desear la muerte de su profesora de física es un crimen imperdonable y que
cuando me lo confiesen yo quedaré abrazado al perchero, con los ojos
desorbitados y temblando de horror ante tanta maldad.
Al constatar que tolero bastante bien ese
primer shock emocional tantean con algún comentario referido a un lejano deseo
homosexual, que sintieron hace muchos años, que ya está totalmente superado,
que ni siquiera lo recuerdan bien.
A medida que pasa el tiempo y el monstruo empieza a convencerse de que
nada me inmuta (o de que estoy sordo), va aumentando la apuesta, incluyendo que
en verdad no se sentiría tan mal si falleciera su papá (sin sufrimiento,
claro), que su tía siempre fue tan cariñosa que ha tenido sueños eróticos con
ella y así continúa la escalada con un techo inevitable: ningún paciente, por degenerado
que sea o se crea, jamás —¡mirá cómo te lo digo!— jamás puede hacer, pensar o decir algo que no sea humano.
En general no tengo coraje para confesarles
que estamos irremediablemente encerrados en nuestra patética especie. Capaz que
si me animara, ellos tampoco quedarían abrazados al perchero, con los ojos
desorbitados y temblando de horror ante tanto infortunio.
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