sábado, 2 de marzo de 2013

Nacido en Transilvania


Una constante en mi trabajo como psicoanalista es que muchos consultantes logran llegar a mí luego de realizar un esfuerzo tan grande como el que yo tuve que hacer para asumir que si el cirujano no me extirpaba la vesícula biliar nunca más podría incluir en mi dieta el pescado frito y los helados.

Cuando estos pacientes llegan están seguros de que desear la muerte de su profesora de física es un crimen imperdonable y que cuando me lo confiesen yo quedaré abrazado al perchero, con los ojos desorbitados y temblando de horror ante tanta maldad.

Al constatar que tolero bastante bien ese primer shock emocional tantean con algún comentario referido a un lejano deseo homosexual, que sintieron hace muchos años, que ya está totalmente superado, que ni siquiera lo recuerdan bien.

A medida que pasa el tiempo y el monstruo empieza a convencerse de que nada me inmuta (o de que estoy sordo), va aumentando la apuesta, incluyendo que en verdad no se sentiría tan mal si falleciera su papá (sin sufrimiento, claro), que su tía siempre fue tan cariñosa que ha tenido sueños eróticos con ella y así continúa la escalada con un techo inevitable: ningún paciente, por degenerado que sea o se crea, jamás —¡mirá cómo te lo digo!— jamás puede hacer, pensar o decir algo que no sea humano.

En general no tengo coraje para confesarles que estamos irremediablemente encerrados en nuestra patética especie. Capaz que si me animara, ellos tampoco quedarían abrazados al perchero, con los ojos desorbitados y temblando de horror ante tanto infortunio.



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