miércoles, 22 de julio de 2015

La historia que usted escribió

La cámara toma un plano intermedio con una niña que corre detrás de un tren que se aleja aumentando su velocidad. La niña sigue corriendo cada vez más retrasada, hasta que finalmente deja de correr y se queda mirándolo. La cámara sigue en el mismo lugar.

En la escena siguiente se nos muestra a una joven mujer, de piel tostada, con un fino pañuelo de seda que cubre su cabellera y se anuda en la barbilla. Un primerísimo plano muestra una lágrima incipiente en un rostro imperturbable, con la mirada fija en algún punto ubicado en el paisaje exterior.

En la escena siguiente, vemos y oímos a un señor que discute acaloradamente en un idioma que podría ser árabe por la abundancia de sonidos con «j», gesticula furioso y dibuja sobre un cuaderno flechas repasadas varias veces, habiendo en un caso, rasgado el papel por la presión de su trazo.

Esa niña, de unos 10 años, vive en esa comarca por donde pasa el tren una vez por día y no puede suspender su juego de seguirlo cuidando de pisar siempre sobre los durmientes. Hace mucho tiempo que tiene esta práctica y la abuela está cansada de decirle que deje de hacerlo porque puede accidentarse.

Esa joven mujer tomó este tren en una estación lejana y se dirige a una gran ciudad porque concursará para ingresar en una escuela de baile muy prestigiosa y exigente. Alguna mota de polvo irritó su conjuntiva ocular y eso le produjo la mencionada lágrima.

El supuesto árabe, es un turco que está muy enojado porque un cliente coterráneo suyo se niega a pagarle una mercadería que le compró hace tiempo, alegando que no poseía la calidad acordada, cosa que nuestro personaje niega categóricamente y está convencido de que está siendo objeto de una estafa.

Tengo que disculparme con usted porque quizá pensó en algún momento que estas tres personas en tres situaciones diferentes, tienen alguna vinculación.

Nos pasa a todos, nuestra cabeza tienen como una manía asociativa y arma relatos prácticamente de la nada. En este caso usted no acertó, pero ya le digo: nos pasa a todos.



viernes, 26 de junio de 2015

Lo que va quedando



Durante cuántos cientos de horas habré estado mirando aquella caja toráxica enorme, fuerte, musculosa, apenas cubierta por una camisa semi transparente.

Las manos, de dedos cortos y uñas grandes, un anillo con su monograma y otro con una piedra clara.

La foto habría sido tomada alrededor de 1960 en un lugar que desconozco. Me la regaló mi abuela y la tomé como la herencia de un modelo de hombre al que yo quería incorporar mirándolo ambiciosamente.

¿Por qué tanta necesidad de parecerme a mi padre? Muy fácil después de saberlo: Porque con ese tórax y esas manos habría conquistado nada menos que a una mujer como mi madre.

En una foto manualmente coloreada, ella lucía como una diosa del cine, con uniforme colegial, sonrisa amplia, serena, segura. Excepto la cara y las manos, todo lo demás estaba cubierto por la vestimenta. En mi fantasía yo tomaba los libros que ella abrazaba, los apoyaba sobre una silla, le quitaba el uniforme, la imaginaba rodeada por ese pecho y esas manos que podrían ser las mías.

Finalmente se produjo el encuentro con «el modelo de mi vida». En un lugar muy discreto, aquel monumento al hombre capaz de conquistar a la mujer de mis sueños, se notaba muy golpeado por la vida.

Aunque ya había pagado su deuda con la sociedad, alguien real o ficticio lo perseguía. Nos encontramos en un modesto bar próximo a los tugurios portuarios, y aquel tórax monumental se había ido, las manos eran delgadas y frágiles. Demoré unos minutos en convencerme de que ese era mi padre.

Lo que ahora recuerdo de este segundo modelo paterno es una intensa mezcla de aguardiente, loción de afeitar, pomada de zapatos y el olor de un varón derrochado.


domingo, 10 de mayo de 2015

Sueños minuciosos



Por lo que he visto en la tele, mi vida ha sido bastante normal, aunque la gente que me rodea parece tenerme lástima.

El hecho es que mi madre me tuvo siendo soltera (hay miles de novelas donde pasa eso), pero cuando yo tenía 6 año me enfermé de poliomielitis. Esta es una enfermedad que produce parálisis —en mi caso de las piernas— y también hay muchas historias de paralíticos en sillas de ruedas.

Se ve que ella no me pudo mantener y cuando yo tendría unos 9 años me recibieron en la casa de los padres de ella. Al poco tiempo dejé de verla y me contaron que se había ido a probar suerte en otro país.

Veía muchas películas en la que los chicos de mi edad iban a la escuela y hacían deberes pero a mi nunca me molestaron con esas cosas.

Lo que realmente me molestaba —debo reconocerlo— era que mi abuelo (bastante más joven que mi abuela), soñaba todas las noches y como parece normal, cuando contaba lo que había soñado, se acordaba de algunas partes y de otras no.

Pues cuando empezaba a contar esas narraciones sin pie ni cabeza, mi abuela, como para demostrarle que se interesaba por esos disparates, le preguntaba y le preguntaba miles de detalles y eso duraba hasta cerca de la una de la tarde que era cuando almorzábamos. Después dormíamos la siesta.

Felizmente, mi abuelo no soñaba en la siesta.

Un día murió mi abuela y se terminó el suplicio matutino.

Habrían pasado quizá 15 días cuando siento que mi abuelo grita y habla solo en una habitación donde ella tenía un santuario lleno de imágenes, estatuas, lirios, candelabros y olores increíbles.

Ese ruido no me molestó porque justo yo estaba mirando una escena de combate donde no hablaba nadie y en eso sale mi abuelo de la habitación abrazando una bolsa enorme llena de euros arrugados.

Cuando logró calmarse me contó la increíble historia de que la abuela había descubierto que en sus sueños estaban los números de la lotería diaria y que ganaba millones con eso.

Como por la tele no he visto una historia como esta, no sé qué pensar.


sábado, 11 de abril de 2015

Secreto profesional



El veterano abogado, cansado de recorrer juzgados defendiendo delincuentes indeseables aunque adinerados, recibió de mala gana la solicitud de su cuñado de ayudar a la hija de este que deseaba hacer sus primeros clientes en el área penal.

La chica siempre había tenido una pésima relación con su tío, lo había despreciado duramente por su apego al dinero y la consiguiente inescrupulosidad con la que él apelaba a cualquier chicana con tal de mantener bien alto su prestigio y sus honorarios entre la gente del hampa.

Cuando llegó al buffet, intercambiaron ásperos gruñidos de saludo y él le hizo entregar el caso de un connotado delincuente, con varias condenas casi cumplidas gracias a la fortuna de su familia que le pagaba al abogado fuertes sumas para sacarlo de la cárcel a como diera lugar.

Ella fue con un trajecito color gris acero, tacones altos negros, medias con raya trasera y una blusa roja que realzaba su atractiva figura.

Entró a la sala donde tendría la primera entrevista con el inculpado donde éste la estaba esperando tras una pequeña mesita.

La abogada se sentó en la silla como si estuvieran en un pub, cruzó las piernas y mirándolo directamente a los ojos le dijo desafiante que él ya sabía cómo funcionan las cosas, que por lo tanto fuera derecho al punto y le informara detalladamente todo lo que lo había llevado a constituirse en primer sospechoso de homicidio con robo y violación.

Él comenzó su exposición como si ya lo hubiera hecho mil veces y ella se dio cuenta que acá había algo que no se lo esperaba.

Esa voz le hacía vibrar el pecho y pensó cómo sería ese hombre violando a una mujer como ella, dentro de ese recinto carcelario, tirándola sobre la mesa con violencia que se le ocurrió seductora, corriendo su ropa con la destreza de un prestidigitador y extrayendo de entre su uniforme naranja un pene de tamaño normal pero de dureza acerada y con una temperatura casi quemante cuando sintió que penetraba por su vagina descontroladamente lubricada.

Recordó todas las experiencia sexuales que había tenido pensando que podía ufanarse de conocer todas las actitudes masculinas que pudieran existir, pero en este caso se daba cuenta que le faltaba mucho por aprender.

La fortaleza del acusado era notable y varias veces sintió que todo sucedía sin que ella apoyara los pies en el suelo. Las oleadas de placer le cerraban la garganta, se le caían las lágrimas, sentía una novedosa secreción salival que tampoco se conocía, le temblaban los muslos y los abdominales. Se mordía el labio inferior deseando que aquello no terminara nunca porque los orgasmos eran más y más intensos.

— Doctora, ¿Usted me está escuchando lo que le digo?

— Perdón, me distraje. Recomience por favor.


jueves, 5 de marzo de 2015

Cecilia



 
El profesor Atilio llevaba cerca de cincuenta años enseñándole literatura a jóvenes escasamente interesados en ella aunque era difícil que al promediar el año lectivo no hubieran una mayoría de apasionados lectores de cuanto autor latinoamericano estimulara sus frescas inteligencias.

Era su costumbre dedicarle poco tiempo a los autores que no trataran los temas más contemporáneos y eso terminaba entusiasmando a los muchachos que no encontraban en otro lado un mejor organizador de sus turbulentas preocupaciones.

Divorciado cuando tenía apenas veintinueve años, no había querido entablar nuevos vínculos amorosos porque aquel matrimonio le había dejado un sabor  amargo.

La docencia era su única pasión y cada nuevo autor que llegaba a sus manos era leído con una consigna: «Qué hay de bueno para mis muchachos».

Cierta vez, cuando ya tenía setenta y dos años, fue citado al despacho del director del colegio y algo de ese encuentro lo angustió.

Efectivamente, el director le dijo de la forma más amable posible que se veía en la penosa obligación de pedirle que se jubilara porque, si bien los chicos estaban muy conformes, algunos padres habían insistido con que sus hijos no merecían ser educados por una persona tan anciana.

Llegó anímicamente destrozado a su casa, se preparó un té y abrió el cajón de su escritorio para mirar como hipnotizado el revólver que allí guardaba.

Pasaron muchas horas de aquella mañana horrible, se había olvidado de almorzar, de ir al baño. Su cuerpo quizá estaba tan muerto como su alma.

Sobre las cuatro de la tarde, sin haber probado tampoco el té, sonó la campanilla del teléfono y decidió no contestar. Llamaron varias veces más durante otras dos horas pero él ya se había desconectado del mundo de los vivos.

Tomó entre sus manos el revólver y otra vez el teléfono. Con la mano izquierda se llevó el tubo al oído para escuchar el último sonido humano y desde ahí escuchó una voz joven que le dijo:

— ¡Viejito adorado!, soy Cecilia, la hija del director. Me dijo que te pidieron la jubilación y estoy radiante porque desapareció el motivo por el que no aceptabas que fuera tu mujer. Si voy ahora para tu casa, ¿me aceptarás?

— ……Sí ……, claro. Te espero.