lunes, 10 de noviembre de 2014

Caín y Abel



— ¡Querida Matilde! ¡Por fin llegaste! ¡No aguantaba un día más sin tu compañía!

— Sin embargo viniste a recibirme con la única camisa que sabes que me trae pésimos recuerdos.

— En realidad no me acordaba de ese detalle, pero además es la única limpia que me va quedando, porque sabes que la señora que me...

— ...te hace lo que tu deberías poder hacer y no haces porque piensas que esas tareas son de mujeres... Vengo de un mundo donde los hombres son seres humanos y las mujeres son seres humanos. SON IGUALES. ¿ENTIENDES ESO?

— Está bien Matilde, pero por qué me gritas. ¿Recién llegaste y ya retomaste el malhumor local?

— Te grito porque acá hay un gentío horrible y este aeropuerto es tan chico que parece una cabina telefónica. Ni el peor país de África tiene tanta incomodidad para recibir a los turistas.

— No te pregunto cómo te fue en el viaje porque ya veo que te dejó con el carácter más podrido que antes. Consigamos un taxi.

— ¿Cómo? ¿Y nuestro auto?

— Quedó en el taller porque olvidé reponerle aceite y se fundió el motor. ¿Te sobró algo del dinero que llevaste para el viaje?

— Vengo con las tarjetas de crédito desbordantes de facturas del país que me pidas.

— Entonces vas a tener que hablar con tu papá porque acá la cosa está que arde. No tengo un peso partido por la mitad.

— (Suena el celular de ella) ¡Hola Alberto! ¿Dónde estás? ¿DÓNDE? ¿Me viniste a buscar? ¡Ay! ¡Ahora te veo! ¿Qué haces en ese Volvo nuevo? Sí, sí, me voy contigo así te cuento todo. (Dirigiéndose al esposo) Miguel, vete solo que me voy con tu hermano. ¡Chau!

— ¿No me das ni un beso?

— Otro día te daré dos.


sábado, 4 de octubre de 2014

El florista



— ¿Podemos compartir la mesa?

— Sí.

— Mozo, sírvame un café con leche con tres masas saladas. ¿Quiere algo usted?

— Sí. Un vaso de agua.

— Parece que el frío se está yendo de a poco, ¿no?

— Ajá... De a poco.

— ¿Usted es de por acá? Nunca lo había visto.

— No. Vivo a unos diez kilómetros.

— ¡Ah! ¿Vende flores por lo que veo?

— Sí.

— Acá tiene su agua. ¡Gracias mozo! Es complicado el cultivo de flores, ¿no es así?

— No. Yo las consigo en un pantanal que tiene una señora que vive sola a unos veinte kilómetros. Nacen solas, las corto, las ato con alambre, las traigo, las vendo y ya está.

— ¡Qué interesante!, ¿y cómo descubrió esa forma de vida?

— Entré a la iglesia una mañana en que estaba desocupado, tenía frío y mucho hambre. El cura decía algo de que Dios cuida a los pájaros y a los lirios del campo dándoles de comer. Salí a buscar lo mío y encontré esto.

— Ah, sí, es una parábola dicha por Jesús.

— ¿Una qué?

domingo, 7 de septiembre de 2014

Papá y mamá Andrea



La vida fue muy dura con Andrea.

Cuando tenía sólo 13 años, quedó encargada de cuidar a sus dos hermanos más chicos (varones de 12 y 11 años) porque la abuela, si bien dijo ante el gobierno que se haría cargo de ellos tres cuando murió la madre, en realidad sólo cumplía a cabalidad cobrando el dinero que recibía del estado.

Por razones genéticas, de tamaño físico y hasta culturales, Andrea tenía que ejercer el poder ante dos chicos más grandes que ellas y apoyados por el machismo ambiental.

Ella tenía unas consignas muy efectivas para darse órdenes, alentarse y justificarse a sí misma. Se decía por ejemplo «Si no te gusta la sopa: ¡dos platos!»; «A caprichoso, caprichosa y media»; «El que pega primero, pega dos veces».

Sus estudios terminaron tempranamente aunque su ignorancia sobre lo que es vivir fue desapareciendo con rapidez.

Desarrolló la destreza de adivinar las intenciones de la gente con velocidad desesperada cuando la acusaron injustamente de robar en una frutería. Cuando trató de dormir esa noche con el corazón a mil latidos por minuto, se restregaba los pies pensando de dónde había salido su capacidad para decir cosas coherentes a tanta velocidad y con voz tan caudalosa.

Lo que ella no pudo hacer se lo impuso a sus hermanos: tenían que terminar los estudios y ponerse a trabajar cuanto antes. Lo que la naturaleza no le dio a su género en cuanto a fuerza física y estatura, se lo dio en capacidad oratoria. Quienes habían padecido alguna de sus palizas verbales, no necesitaban después más que su mirada amenazante para comprender por telepatía cómo debían rectificarse.

Con ella siempre simpatizamos porque tenemos buena química y escribo esto al verla haciendo las tareas con nuestro hijo de dos meses en su brazo izquierdo, entrecerrando un ojo porque casi no se saca el cigarrillo de la boca y deteniéndose de vez en cuando para tomar un pequeño sorbo de aguardiente. ¡Es adorable!


sábado, 2 de agosto de 2014

¿Qué hago?



Necesito que me quieran porque sóla no puedo vivir.

Para que me quieran los demás tengo que ser deseada. Si no me desean no me quieren.

Si me desean a mí es porque al otro le hago falta, el otro tiene carencia de mí. Me desea, me quiere, entonces él me quiere, que es lo que yo necesito que suceda.

Pero resulta que como ese otro me necesita (por suerte para mi), entonces yo estoy empezando a darme cuenta que su carencia es culpa mía.

Si siento culpa entonces todo se me complica pues sufro al necesitar su amor y sufro porque me siento culpable porque soy la causa de su carencia.

¿Qué hago? Ya sé: Me hago la distraida con eso de que su carencia es culpa mía e insisto para que me quiera sea como sea. Él sabrá cómo arreglárselas. Al final él es una persona grande y yo no tengo por qué estar cuidándolo. Supongo que sabrá cuidarse sólo. Si yo hiciera algo por cuidarlo estaría desmereciendo su capacidad de cuidarse y eso implicaría quitarle valor, descalificarlo.

Si lo descalifico puedo terminar dándome cuenta que no es alguien tan valioso para mí y ya no me importa tanto si me quiere o no me quiere.

¿Qué hago? Ya sé: me voy a mirar un poco de tele.


viernes, 4 de julio de 2014

El huracán Natalia



Las entradas para ver a Natalia se agotaron dos horas antes de que comenzara puntualmente el espectáculo.

La edad promedio de los asistentes era de unos 25-30 años y habían concurrido con vestimenta cómoda pero moderadamente elegante.

Luego de un teatral apagón de cinco segundos, estallaron las luces y la orquesta provocando un verdadero tsumani sanguíneo en cada unos de los 11.000 espectadores.

El show tenía una duración prevista de solo 45 minutos como era habitual en Natalia. Por eso —y para que los asistentes pudieran desplegar el incontenible deseo de bailar de los diez temas que estaban programados— no había asientos.

Ese primer tema, sólo instrumental y lumínico —Superlight at night—, predispuso al auditorio y algunos empezaron a sacarse la ropa de abrigo.

Antes de que se calmaran los ánimos, oímos el primer grito electrizante de Natalia, característico del tema The shout of the tigers.

Ingresó al escenario cantándolo y la locura fue total.

A la orquesta todavía le quedaba mayor volumen para agregar a sus instrumentos, sin quedarse atrás del arrasador caudal de voz de la cantante.

Aunque el comienzo fue muy arriba, Natalia y su orquesta lograron subirlo más y más, provocando en los espectadores gritos, saltos, abrazos, muchas lágrimas incontenibles de las más sensibles y sobre todo un coro que hubiera puesto la carne de gallina al mismísimo Beethoven.

El décimo y último tema, We make the show, el más pegadizo y bailable de los clásicos de Natalia, fue en su versión extendida (6 minutos) y le dio al espectáculo un broche de oro que difícilmente podremos olvidar quienes tuvimos la suerte de participar en este gran despliegue de alegría, armonía, luz, color, ritmo, buen gusto y perfecto control de la desbordante algarabía que provoca la potente voz de ella.

Esta vez, el escenario estaba preparado para que la figura de Natalia se fuera perdiendo en una densa neblina multicolor, saludándonos con carismática sonrisa desde su silla de ruedas.