miércoles, 4 de diciembre de 2013

Cómo estudiar para ser hijo

Me llamo Elvira Reymond y ni el escritor más imaginativo podría adivinar el recorrido que hizo mi mente para llegar a lo que soy: una ingeniera en sistemas informáticos.

En el plano económico y profesional me va bien, en todo lo demás tengo mis dudas.

Según he venido sabiendo gracias a la implacable lentitud del psicoanálisis, la inverosímil historia de mi psiquis es la siguiente:

Mis padres son dos modestos trabajadores, con muchas ambiciones personales que nunca pudieron llegar a materializar por falta de estudios. Se quieren pero cuando se casaron se querían más.

Cuando mi madre quedó embarazada, él le dijo a cuantos pudo que esperaban un varón que llegaría a presidente de la república. Algunos lo oían como a un ebrio, pero mi madre sabía que lo pensaba con total sobriedad.

Mi nacimiento fue un fracaso tan duro que sólo el alcohol pudo calmarlo. Luego comenzaron a quererme como pudieron hasta que empecé a demostrar cierta aptitud para las matemáticas.

Cuando me recibí de ingeniera él descorchó una botella de champagne que tenía guardada desde que nací mujer y en este festejo sentí que me convertía en la hija de mi padre, que el nombre Elvira me lo puso pensando que algún día sucedería este milagro de que su hija se convirtiera en alguien tan valioso como un varón (según su escala de valores, claro) porque este nombre también se oye «El vira» (“virar” significa girar, cambiar de dirección).

Aquel padre casi ausente y casi indiferente, se convirtió en alguien afectuoso, que hablaba de mí con sus familiares y amigos. Mi ánimo cambió porque mejoró mi autoestima y la psicoanalista me hizo notar que había empezado a usar el apellido, que como habrán notado, quiere decir algo así como «rey del mundo».

Ahora tengo la esperanza de que mi vida afectiva pueda empezar a ser más gratificante, porque de a poco iré asumiendo que soy la hija de alguien.




sábado, 9 de noviembre de 2013

Compro necesidades. Voy a domicilio.

Paciente — Mi hijo se quiso suicidar. Agarró el revólver que tengo arriba del ropero y entré al dormitorio justo en el momento en que le había quitado el seguro y lo sostenía sobre las piernas con cara de extraviado.

No entiendo qué le pasa. Más de lo que hacemos por él es imposible. Desde que se casó lo ayudamos de todas las formas posibles y cada vez está más irritable, le habla mal a la madre y a mí ni me mira.

Nosotros siempre le dijimos que esa muchacha no era para él. Es una mujer que no sabe hacer nada, que la comida la compra hecha, que trabaja seis horas en un hospital y dice que necesita a una persona que la ayude con las cosas de la casa.

Ella ya no viene más a casa porque la última vez vino para el cumpleaños de mi esposa y estuvo todo el tiempo con cara de enojo; yo le hice una broma inocente y ella le dijo a mi hijo: «Venís conmigo o me voy sola» y el otro infeliz se fue con ella como un perrito.

Les dimos el apartamento donde viven, les compramos los muebles y máquinas que tienen, me encargo de pagarles la factura de la luz, las expensas y el teléfono. ¡Qué más quieren! Para mí que los jóvenes de ahora son unos desagradecidos porque no saben lo que es sacrificarse para conseguir todo. Con mi esposa hicimos miles de cosas para que a él no le falte nada y ahora mire como nos paga.

... y conste que yo los ayudo con mucho gusto. Para mí es un placer llevar y traer a los hijos al colegio, que también pago yo, por supuesto. Cada vez que se les rompe algo, allá va el estúpido a solucionarles todo.

Terapeuta — ¿Alguna vez su hijo le pidió algo de todo lo que usted les da?

Paciente — No. Que yo recuerde no. ¿Por qué me lo pregunta?

Terapeuta — Quizá su hijo necesita tener necesidades para sentirse útil, usted se las quita y por eso prefiere matarse.

Paciente — Eso que usted dice es un reverendo disparate.

Terapeuta — Lo hablamos en la próxima sesión.



lunes, 7 de octubre de 2013

Doña Flor y sus 4.000 maridos



Interpretando un sueño bastante poco común en mí, llegué a la conclusión de que deseo ser la abeja reina de la ciudad donde vivo.

Veníamos trabajando en mi análisis sobre la relación ambivalente que tengo con mi ginecólogo. Todo comenzó cuando la analista me preguntó algo así como «¿por qué es tan obvio para usted que debe atenderse con un ginecólogo y no con una ginecóloga?».

Esta pregunta me desencadenó una cantidad de conclusiones que hoy en día terminaron en que quiero ser una abeja reina.

El sueño, más la pregunta, me llevaron a entender que en realidad quiero que ese hombre sea el representante de todos los hombres de la ciudad y que todos deseen mi cuerpo para tener hijos conmigo.

Estoy harta de tener que ir a trabajar, me molesta sobremanera tener que luchar, hombro con hombro, con otros hombres (¡cuántas palabras parecidas!), sin poder tomar el rol para el que mi deseo siente que estoy destinada: Ser la Eva de la humanidad, la madre de todos los nuevos seres. Quiero tener el monopolio de la maternidad.

¡No vayan a pensar que soy tonta! Al igual que la abeja reina quiero que me atiendan permanentemente, que se dediquen a cuidarme, que se preocupen en todo momento de que no me falte nada. Quiero que me mimen, que me miren (¡más palabras parecidas!).

Por eso quiero un ginecólogo varón, por eso vivo consultándolo, por eso los días que tengo cita con él son un hito importante en mi vida: me pongo nerviosa cuando me mira la vagina, cuando me la abre, cuando me penetra con su mirada hasta lugares a los que mi propio marido nunca llegó.

¡Pero atención, chicas! Miren que la analista ya me aseguró que no estoy loca sino que esto lo piensan casi todas, sólo que lo procesan en un nivel inconsciente porque a nivel consciente da mucha vergüenza.



martes, 3 de septiembre de 2013

¿Qué quieres decirme?



Gugo se inquietó porque algo nunca le había pasado antes. Levantó las orejas hacia la zona de donde provenía ese olor espantoso pero ningún sonido nuevo venía de ahí.

La noche era tan oscura porque las nubes de todo el día tenían kilómetros de espesor. Apenas se podía ver algo a pocos metros gracias a la mortecina luz que provenía de adentro de la casa de sus amos.

El olor comenzó a ser cada vez más cercano hasta que comenzó a ver esas vibraciones sutiles para las que los humanos son totalmente insensibles.

Pif-pif-piiiif y ese olor nauseabundo que empezaba a provocarle un intenso calor en la nariz. Su cuerpo tembloroso se llenó de miedo. La información milenaria que guardaba en su hiperdesarrollado cerebro le indicó que aquello alguna vez había causado el dolor o la muerte de por lo menos uno de sus antepasados más remotos.

Comenzó a gemir y a gruñir porque las vibraciones se acercaban más y más. Su cuerpo comenzó a inquietarse ruidosamente y no pudo evitar ese ladrido insistente y poderoso necesario para advertir a sus inexistentes compañeros de manada.

Las vibraciones pestilentes ya estaban cerca y Gugo ladraba, aullaba convirtiendo la serenidad de la noche en una escandalosa gritería que encendió más luces en otras casas vecinas. Extrañamente, ningún otro perro respondía a Gugo.

El amo salió con una escopeta en actitud defensiva, trató de ver qué pasaba y no podía entender qué le pasaba al noble Gugo que aullaba y ladraba totalmente fuera de sí, apuntando con su hocico hacia el cubo de los residuos donde el amo nada podía ver.

Gugo vio cómo esas lucecitas malolientes trepaban por el cubo hasta volcarlo. Esto llamó la atención del amo y Gugo no sabía si atacarlas o huir porque era presa de un terror que nunca había pasado por su cuerpo actual.

El amo le gritó algo en tono de «deja de hacer ruido o te castigaré», pero Gugo no pudo obedecer porque el peligro que corrían él y sus amos era enorme, pero estos siempre eran tan torpes que no entendían casi nada de lo que él les venía advirtiendo desde que vivía con ellos. Todos eran muy torpes e ignorantes. Después de cinco años de convivencia había renunciado a intentar orientarlos mejor. Ahora sólo quería que la lucecitas asquerosas huyeran amedrentadas por tanto ruido.

 El amo ingresó a la casa y antes de retomar la lectura, dijo que Gugo se había asustado porque el viento tiró el cubo de la basura.

Las lucecitas comenzaron a retirarse y también su pésimo olor. Gugo pudo calmarse poco a poco, los gruñidos seguían saliendo de su garganta de forma cada vez más espaciada y, finalmente, todo no pasó de ser otra experiencia más en la que sus sabias advertencia fueron incomprendidas por los humanos.

sábado, 3 de agosto de 2013

No lo estropees entendiéndolo


Cuando tenía apenas veinte y pocos años tuve una experiencia que marcó el resto de mi vida.

Amaneció en Solanas del Mar una mañana de cine. El sol entró por la ventana de mi dormitorio y me dio justo en la cara porque había olvidado correr las cortinas al dormirme.

Sentía hambre, me levanté medio dormida y cuando fui a abrir la heladera para comerme algún trozo de pizza que hubiera quedado de la reunión que hicieron mis padres con algunos vecinos, tuve la sensación de ser abrazada y que alguien muy confiable entrara dentro de mí como si fuera una carta que entra en un sobre.

Me dio la orden de ensillar y de cabalgar por la playa. Mecánicamente me vi haciendo eso, el caballo de mi hermana resopló cuando pasé a su lado porque se lleva mejor conmigo que con ella y aprovechando que se había ido, decidí usárselo.

Salimos al paso hasta bajar a la playa y él decidió ir hacia el este. Con las riendas casi sueltas, comenzó caminando y luego empezó con su galope característico que se parece más bien a una alfombra mágica de un cuento de hadas.

Aquel espíritu que había entrado en mí como si fuera una carta con instrucciones, no se había hecho notar hasta que me ordenó aminorar la marcha. A lo lejos, recortado por el contraluz vi a otro jinete como si fuera una publicidad de Marlboro. Seguí avanzando al paso lento pero alegre de Zafiro y la figura empezó a bajar del médano como para interceptarnos.

Cuando finalmente llegamos al vértice de un imaginario ángulo recto, ambos caballo se detuvieron y la mujer me miró. Sentí que algo se me movía en el estómago, tuve miedo aunque ella no parecía atemorizante.

Se bajó de su caballo gris y caminó hacia nosotros compensando las dificultades que provoca la arena suelta. Cuando llegó a donde nosotros estábamos, tendió los brazos como se le hace a un niño para alentarlo a caminar y me sentí impulsada a que mi cuerpo bajara. En sus ojos había una sonrisa y nos empezamos a abrazar sin salir del lugar. Sus manos masajeaban mi espalda y sentí que aquello que había entrado como una carta en un sobre, salía como si ya hubiera llegado al destinatario.

Esta mujer hoy es mi mejor amiga. Nos queremos y nos apoyamos tanto espiritual como materialmente. Aunque vivimos muy distantes una de la otra, hemos pasado por momentos de felicidad y de amargura y ella siempre estuvo en mí como eso tan hermoso que es una amiga.



lunes, 8 de julio de 2013

Test vocacional



Analista — Lo escucho.

Paciente ♂ — Yo vengo porque quisiera hacerme un test vocacional. Tengo diecinueve años, terminé secundaria y hace meses que no sé para dónde agarrar.

Al principio quería ser cura. Tengo un amigo que ingresó al Seminario y lo que me cuenta no termina de convencerme. A mi me gusta mucho el deporte, sobre todo el fútbol y el básquetbol. Soy socio de dos clubes y le dedico mucho tiempo a practicar esos deportes. Me gustan mucho y además me gusta mucho el ambiente de amistad que se forma entre los compañeros.

También estuve averiguando para ingresar en las Fuerzas Armadas. Ahí también tengo amigos que ya son alférez y me dicen que el ambiente se complicó mucho desde que entraron las mujeres. Cuando ellos empezaron a estudiar ya había mujeres, pero ellos se imaginaban que la vida militar era más masculina, más recia, más viril, más varonil, pero las mujeres lo pudren todo.

Bueno, yo hablo así pero a mi mamá la adoro. Yo diría que ella es la única mujer realmente valiosa. Usted perdone, pero hasta ahora mi experiencia ha sido muy desagradable. Pierden el tiempo en pavadas, se fijan en cosas insignificantes, lloran, viven pensando en formar una familia y tener hijos. No sé, yo no estoy para eso. Lo que a mí me gusta es estar con mis compañeros, practicar deportes fuertes, reunirnos a tomar cerveza y conversar de cosas de hombres.

Estuve ennoviado con una muchacha que conozco desde la escuela, pero siempre es lo mismo: me aburrió.

Mi padre está pintado al óleo. En mi casa no corta ni pincha. La única que hace y deshace es mi madre. Realmente ella es muy inteligente y nos llevamos muy bien. Nadie podría nunca igualarla como mujer. ¡Es fantástica!

Estuve tratando de encontrar mi verdadera vocación con una colega suya pero no nos entendimos. Me salió con temas que no tenían nada que ver. Al final me hizo más mal que bien.

Mi padre un día me preguntó si me gustaban las mujeres delante de mi madre y casi le pego una trompada. Que alguien piense que no soy lo suficientemente masculino me provoca un miedo atroz.

Analista — ¿Le provoca un miedo atroz o atrás?

Paciente ♂ — ……………………

Analista — ¿Dejamos por acá?

jueves, 6 de junio de 2013

Swinger si, incestuoso no.



Una tarde de verano con mucha lluvia estábamos encerrados en nuestra casa del Balneario Las Gaviotas y no tuvimos mejor cosa que hacer que jugar al juego de la verdad.

No estoy seguro pero creo que el único que estaba a disgusto con esta propuesta era yo, pero no dije nada porque me sentía en minoría y porque estábamos tan aburridos que en cualquier momento se produciría algún estallido de malhumor de consecuencias irreversibles.

Fue gracias a este cruel juego de salón que terminé de entender qué es un dilema. En determinado momento a alguien se le ocurrió preguntarle a mi madre: Si estás en un naufragio y sólo podés salvar a uno solo de tus hijos, ¿a cuál salvarías, a Miguel o a Rosana?

Ahí se terminó el juego porque mi madre se puso muy nerviosa, casi gritando amonestó al de la pregunta y terminamos jugando al fútbol en la calle y bajo agua.

Prefiero no considerar que ella tenía una respuesta para dar porque para mí que siempre prefirió a mi hermana por ser más compradora que yo, sin embargo me quedó como moraleja que existen alternativas que no son opcionales y que su resolución sólo se logra a costa de algún renunciamiento.

Rosana se terminó casando con un egipcio con quien se fue a vivir a Panamá y ahí nos quedamos mi mamá y yo viviendo en aquel caserón del barrio La Providencia.

El dilema se me planteó cuando quisimos vivir juntos con mi novia. ¿Nos íbamos a vivir  dejando sola a mi madre o nos acomodábamos en alguna parte de la casa para vivir todos juntos?

A pesar de no ser su hijo preferido opté por la solución más humanitaria hasta que las conversaciones íntimas con mi novia tuvieron que tocar el espinoso tema de que nuestra convivencia había entrado en una escalada de inconvenientes, malestares, agresiones, peleas, gritos, portazos, mutismos y hasta algún empujón inconcebible.

Imaginando aquel frustrado juego de la verdad, la pregunta inconveniente ahora habría sido: Si quieres formar una familia con tu novia, ¿dejarías a tu madre sola viviendo en un caserón lleno de recuerdos?

Mi respuesta ahora que sé lo que es convivir entre los tres es un categórico: SÍ.