Me llamo Elvira Reymond y ni el escritor más imaginativo
podría adivinar el recorrido que hizo mi mente para llegar a lo que soy: una
ingeniera en sistemas informáticos.
En el plano económico y profesional me va bien, en todo lo
demás tengo mis dudas.
Según he venido sabiendo gracias a la implacable lentitud
del psicoanálisis, la inverosímil historia de mi psiquis es la siguiente:
Mis padres son dos modestos trabajadores, con muchas
ambiciones personales que nunca pudieron llegar a materializar por falta de
estudios. Se quieren pero cuando se casaron se querían más.
Cuando mi madre quedó embarazada, él le dijo a cuantos pudo
que esperaban un varón que llegaría a presidente de la república. Algunos
lo oían como a un ebrio, pero mi madre sabía que lo pensaba con total
sobriedad.
Mi nacimiento fue un fracaso tan duro que sólo el alcohol
pudo calmarlo. Luego comenzaron a quererme como pudieron hasta que empecé a
demostrar cierta aptitud para las matemáticas.
Cuando me recibí de ingeniera él descorchó una botella de
champagne que tenía guardada desde que nací mujer y en este festejo sentí que
me convertía en la hija de mi padre, que el nombre Elvira me lo puso pensando
que algún día sucedería este milagro de que su hija se convirtiera en alguien
tan valioso como un varón (según su escala de valores, claro) porque este
nombre también se oye «El vira»
(“virar” significa girar, cambiar de dirección).
Aquel padre casi
ausente y casi indiferente, se convirtió en alguien afectuoso, que hablaba de
mí con sus familiares y amigos. Mi ánimo cambió porque mejoró mi autoestima y
la psicoanalista me hizo notar que había empezado a usar el apellido, que como
habrán notado, quiere decir algo así como «rey del mundo».
Ahora tengo la
esperanza de que mi vida afectiva pueda empezar a ser más gratificante, porque
de a poco iré asumiendo que soy la hija de alguien.
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