sábado, 20 de noviembre de 2010

La vida es una fiesta

Soy el segundo hijo de un matrimonio mustio, apagado, serio, poco conversador.

Nunca pude imaginar cómo mi padre invitaba a mi madre a tener sexo y mucho menos, cómo lo hizo tantas veces.

Él era un hombre dedicado a matar el tiempo. Exclusivamente. Tenía varios trajes que le quedaban muy bien.

Además de eso, yo pasaba desapercibido entre mis otros hermanos (éramos seis) y, eso tenía ventajas y desventajas.

Cuando tenía ocho años, logré recibir una dosis de amor jamás imaginada porque tuve la feliz ocurrencia de intentar suicidarme tomando unas cuantas pastillas.

Eso provocó un gran escándalo en la familia, me trataron de «pobrecito», algunos tíos dejaron de visitarnos temiendo el contagio y felizmente, logré desesperarlos como para que mis cinco hermanos me envidiaran, pero a su vez tuvieran miedo de que yo me matara por culpa de ellos.

Hasta estos acontecimientos, yo creía que era lindo recibir mucho amor.

Cuando tuve 17 años, pedí que me compraran una moto y me pareció absolutamente injusto, insoportable y vergonzoso que no me la compraran porque podría sufrir un accidente.

Hasta mi abuela sé que intercedió ante mi madre, pero infructuosamente.

Cuando tuve 18 años, me fui casi sin despedirme porque me tenían aburrido.

Como tengo talento para la música, no demoré en vincularme con artistas, noctámbulos y mujeres perfectas para mi gusto.

Paulatinamente me fui olvidando del sol (o de mi figura paterna, según dijo un psicoanalista bohemio).

Escribo todo esto porque ayer me encontré con mi hermano menor, con quien nunca tuve problemas porque casi no nos tratábamos.

Muy sincero, me confirmó que aparento veinte años más de los que tengo pero me me dijo emocionado, que mis ojos destellan felicidad.

Sólo porque a él le importaba decírmelo, me contó que, por diferentes motivos, sólo quedamos vivos él y yo.

¡Caramba! Si lo menciono es porque algo me importaban.

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La muerte de Albertito

Luego de estar reunidas un buen rato, sin que yo pudiera salir a la calle porque mi madre me había hecho señas severísimas para que no atravesara la sala donde se reunían, apareció en mi dormitorio para decirme con una dulzura escalofriante: — ¿Puedes venir, Albertito?

Sabía que este estilo de convocatoria, eran de mal pronóstico.

— ¿Recuerdas a la señora Leonor Vitruvio de Madariaga? — me preguntó como para romper el hielo y entrar en tema, simultáneamente.

— No, —dije, pensando que quizá tendría que haber dicho que sí.

— Mira Albertito —continuó, casi sin prestarle atención a mi insignificante respuesta— su marido, que Dios lo tenga en la Gloria, falleció hace hoy un año y hemos pensado con ella, que tú podrías ser su esposo para acompañarla, para protegerla, para ser su médico personal como lo era el difunto y para encargarte de los asuntos que heredó. ¿Qué dices? —concluyó como diciendo: «Firma acá».

Entonces me casé con la señora Leonor, que pasó a ser mi señora, es decir mi superiora, quien seguía rigurosamente las instrucciones que le suministraba mi madre sobre cómo tratarme.

Los hijos de la señora Leonor, estaban todos en el extranjero, trabajando o malgastando la fortuna heredada.

Cuando se enteraron de la decisión que había tomado su madre, comenzaron a llegar llamadas telefónicas, e-mails y mensajes al celular.

En menos de cuarenta y ocho horas, la más chica, Matilde entró —usando su llave—, en nuestro lujoso apartamento.

Una campaña publicitaria muy exitosa (EE.UU. - 1929), terminó convirtiéndose en un comic de gran difusión.

Popeye —el protagonista—, ingería unas espinacas cuando era inminente su fracaso ante la adversidad, tonificándose de tal forma que se volvía invencible.

Matilde fue para mí, exactamente lo mismo que las espinacas milagrosas lo eran para Popeye.

Entonces, Albertito murió sin gloria y nació Alberto.

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Un flautista huraño

Un flautista huraño, vivía en las calles, rehusaba ingresar a los albergues, no quería apartarse de sus bolsas de nylon llenas de fotos antiguas y trocitos de madera.

Contra todo lo supuesto, él era donante de dinero a otros mendigos que lo seguían como almas prematuramente abandonadas por sus cuerpos terrenales.

De este extraño personaje, se contaban muchas historias, leyendas urbanas, prontuarios, se le imaginaban países de origen, títulos nobiliarios y universitarios.

Lo importante era que su flauta no sonaba como otras. Él extraía sonidos que los expertos musicólogos, nunca habían escuchado.

Los sonidos tenían un matiz que podría provenir de cómo estaba fabricada, del tipo de madera o de alguna particularidad en la boca o en la técnica del bohemio intérprete.

Cierta vez, un grupo de bandoleros quiso robársela, pero los bien alimentados vagabundos, reaccionaron como un cuerpo de élite y pusieron en fuga a los ladrones.

El poder económico del flautista provenía de las limosnas recibidas en una bolsa de nylon que ponía frente a sí para quienes quisieran dejar alguna moneda.

En dos o tres horas, la bolsa se llenaba, los mendigos se arrimaban silenciosos y mirando las manos dadivosas, recibían su puñado de monedas surtidas.

Cada tanto, el sonido cambiaba tan ligeramente, que sólo dos expertos lo detectaban.

Los asombrosos sonidos de la flauta continuaron cambiando cada poco tiempo y los elegantes musicólogos prácticamente impedían con su presencia, la aproximación de la gente común.

El extraño flautista murió y, previo contrato de sustento vitalicio con el grupo de élite, el instrumento y demás pertenencias pasaron a manos de los musicólogos, quienes dentro del tubo de madera encontraron pequeñísimas estatuillas intercambiables de quienes fueran sus compañeros, amigos, socios, guardaespaldas y beneficiarios.

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La naturaleza es tonta

La naturaleza comete errores o, al menos, los humanos valoramos como «accidentes naturales» los incendios forestales provocados por un rayo, o los desbordes de ríos, o los huracanes.

Ocurrió una tarde primaveral, cuando yo había resuelto hacer un postgrado vital al salir de la universidad, con un título de ingeniero químico y otro de desorientado.

Me pareció que lo mejor era deambular por los solitarios bosques que están entre Estados Unidos y Canadá.

Durante un idílico atardecer, comprendí que un alce hembra (imagen) había entrado en celo porque los machos comenzaron a llegar de todos lados y a rodearla levantando el hocico para aspirar más intensamente el cautivante perfume que ella emitía por todo su cuerpo, invitando genéricamente a la cópula.

No pasó mucho tiempo cuando uno de los invitados pretendió aprovechar la atractiva oferta.

Eso provocó la decisión de otro, que se estaba tomando su tiempo pensando vaya uno a saber en qué.

Embistió al apasionado congénere y lo apartó de la dama.

La sorpresa, la furia y la frustración, provocaron una tremenda devolución vengativa.

Los otros, que seguían cargando sus vesículas seminales inspirados por el aroma corporal del alce hembra, vieron que los acontecimientos se precipitaban y rápidamente comenzaron a batallar, cada uno por sus propios intereses, puesto que ahí no había bandos sino individuos que sólo quería eyacular dentro de la diva.

Sin embargo, el macho triunfador fue aquél que había tomado la iniciativa.

Cuando —según los usos y costumbres de esta especie—, el capeón demostró ser superior, los otros tomaron respetable distancia y permitieron que el ganador recibiera su merecido trofeo.

Una vez que tuvo su orgasmo, llenando todos los rincones del valle con estruendosos bufidos, se retiró demostrando estar completamente extenuado.

Me pareció que los otros alces se miraban entre sí como preguntándose «¿tú estás pensando lo mismo que yo?».

Así fue que hubo uno que se acercó por detrás del ganador, olió sus ijares, seguramente saturados del excitante aroma por haberse refregado contra la hembra, y, no pudiendo controlar su instinto, penetró por el ano al exhausto padrillo.

Sus gritos ahora pasaron a ser agónicos o reivindicativos.

Así fueron descargando sus vesículas seminales uno tras otro los alces postergados, a tal punto que al capeón comenzó a salírsele parte del recto hacia afuera.

Los pájaros oportunistas, no tardaron en alimentarse con tan rico manjar, provocando en el ganador gestos de arrepentimiento, desdicha y agobio.

Entendí entonces, que la naturaleza no es tan sabia como se dice.

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Ofensa terminal

— (Con voz dubitativa) Hola.

— (Con voz muy baja) Hola, Mercedes.

— ¿Qué hacés ahí? Te habían dado 30 años. ¿Te escapaste?

— Me mandaron para mi casa. Creo que esta semana parto para el cementerio.

— ¿Qué pavadas estás diciendo? ¿Te escapaste?

— Tengo cáncer hasta en las uñas, me cuesta hablar, me duele todo. Me muero, hija de puta.

— (Ligeramente burlona) Bueno, me alegro de que revientes y me alegro de que te hayan acortado la condena, ¡jaja!

— Esta será la última vez que me perjudiques. La primera vez me tuvieron dos años preso por culpa tuya y ahora te perfeccionaste.

— Bueno, tenés que reconocer que no me salió tan mal. Además de salvar a alguien que no tiene antecedentes, vos igual te ibas a morir, con o sin acusación injusta.

— No entiendo porqué me tenés tanto odio. Jamás te hice daño, nunca te dejé plantada como tu amante, te fui fiel, honesto contigo. ¿Por qué me acusaste?

— Sos tan imbécil que no entendés nada. ¿Te acordás que cuando cumplí 32 años, vino mi viejo después de cinco años de ausencia?

— (Ahora balbuceando con un hilo de voz) ¿Qué pasa con eso?

— Que vos te tomaste unas copas de más y no tuviste mejor idea que tratarme como a una estúpida delante de él. Justo el día de mi cumpleaños y delante de él.

— No me acuerdo, ¿pero por esa ofensa me acusaste de haber estrangulado a Matilde?

— (Con furia) ¡Vos te regalaste! Siempre abriendo la boca, no tenías coartada y Ramiro me hizo un favor. Además no tiene antecedentes. Está limpio y lo amo.

— ¿Vos te ofendiste porque te traté de tarada delante de tu padre y por eso me mandaste 30 años a la cárcel? ¿No te parece una desproporción?

— (Jactanciosa)Tenés que saber que conmigo no se juega. ¡El que las hace las paga!

— (Ahora con tono y volumen normales) Mercedes, estoy en mi casa para que creyeras la historia que te conté. Tu declaración fue escuchada por un abogado, un escribano, un fiscal de corte y los cuatro guardias que me custodian. Vestite linda que en un rato recibirás un patrullero que te llevará a pasear.

— (Silencio).

(Telón rápido).

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Los sueños de Tamal

No sé su nombre, pero todos le decían Tamal.

Cuando tenía probablemente seis o siete años, alguien de un circo gritó ese nombre justo cuando él se asomó para curiosear por una rendija de la carpa.

Los que ensayaban se rieron de su cara de asombro y comenzaron a decir «¡Ven Tamal!», «¡Únete a nosotros!», «¡Te divertirás!».

El chico no estaba interesado en los artistas sino en los animales. Sentía una fuerte atracción hacia ellos y —como siempre ocurre—, los animales dejaban que él se acercara. Inclusive los peligrosos.

Lo conocí cierta vez que tuve una actitud poco frecuente en mí: lo invité a desayunar en el bar al que entró a pedir limosna.

Contra mi suposición, comió lo que comería cualquier chico de su edad a quien nunca le falta la comida.

Tenía una pésima costumbre: no podía parar de balancear las piernas y me golpeó infinitas veces, a pesar de pedirle que dejara de hacerlo.

Le hice preguntas clásicas (¿cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿tienes hermanos?), que él contestaba con poco interés.

Me hizo preguntas esperables (¿qué edad tienes?, ¿en qué trabajas?, ¿tienes hijos?).

Cuando le dije que soy psicoanalista, no me entendió y se me ocurrió decirle que me dedico a interpretar los sueños de las personas.

— Yo sueño que veo todo desde alturas diferentes, —me dijo, imaginando que eso era fácil de entender para mí.

Le pregunté si recordaba alguno y me contó varios, uno tras otro, con lujo de detalles, sin vacilar y con gran entusiasmo.

Eran sueños de angustia (miedo, persecución, el corazón que late a prisa) y unos pocos, sobre juegos (correr, revolcarse, zambullirse).

La característica más significativa para mí, fue que no tenían incoherencia onírica.

Desayunamos muchas veces juntos y confirmé que soñaba lo que estaba en la mente de los animales con los que se vinculaba.

No presenté el caso porque ningún colega me hubiera creído.

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