Luego de estar reunidas un buen rato, sin que yo pudiera salir a la calle porque mi madre me había hecho señas severísimas para que no atravesara la sala donde se reunían, apareció en mi dormitorio para decirme con una dulzura escalofriante: — ¿Puedes venir, Albertito?
Sabía que este estilo de convocatoria, eran de mal pronóstico.
— ¿Recuerdas a la señora Leonor Vitruvio de Madariaga? — me preguntó como para romper el hielo y entrar en tema, simultáneamente.
— No, —dije, pensando que quizá tendría que haber dicho que sí.
— Mira Albertito —continuó, casi sin prestarle atención a mi insignificante respuesta— su marido, que Dios lo tenga en la Gloria, falleció hace hoy un año y hemos pensado con ella, que tú podrías ser su esposo para acompañarla, para protegerla, para ser su médico personal como lo era el difunto y para encargarte de los asuntos que heredó. ¿Qué dices? —concluyó como diciendo: «Firma acá».
Entonces me casé con la señora Leonor, que pasó a ser mi señora, es decir mi superiora, quien seguía rigurosamente las instrucciones que le suministraba mi madre sobre cómo tratarme.
Los hijos de la señora Leonor, estaban todos en el extranjero, trabajando o malgastando la fortuna heredada.
Cuando se enteraron de la decisión que había tomado su madre, comenzaron a llegar llamadas telefónicas, e-mails y mensajes al celular.
En menos de cuarenta y ocho horas, la más chica, Matilde entró —usando su llave—, en nuestro lujoso apartamento.
Una campaña publicitaria muy exitosa (EE.UU. - 1929), terminó convirtiéndose en un comic de gran difusión.
Popeye —el protagonista—, ingería unas espinacas cuando era inminente su fracaso ante la adversidad, tonificándose de tal forma que se volvía invencible.
Matilde fue para mí, exactamente lo mismo que las espinacas milagrosas lo eran para Popeye.
Entonces, Albertito murió sin gloria y nació Alberto.
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sábado, 20 de noviembre de 2010
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