martes, 4 de marzo de 2014

Cuando el silencio aturde

Nunca entendí a mi padre.

La pobreza en Cicilia era tremenda y la solidaridad no daba a basto. La cooperación entre los vecinos era la mejor posible pero no había qué repartir.

Recuerdo que mis padres discutían mucho antes de dormirse hasta que un día dejaron de discutir y al día siguiente mi padre partió para América.

Mi madre quedó haciendo más cosas de las que ya hacía y empezaron a ayudarla mis dos hermanos mayores. Yo ayudé dejando de ir a la escuela y quedándome en la casa. Ya había aprendido a leer y escribir.

Cuando alguien volvía del poblado más cercano mi madre se ponía muy nerviosa y luego triste, pero un día, tres años después de aquella partida, llegó la carta tan esperada.

Los acontecimientos se sucedieron entonces con gran precipitación. Dos días después estábamos los cuatro sobre un buque que nos llevaría también a la Argentina.

Acá terminamos de criarnos y mi madre no paraba de pelearlo por haber estado tantos años sin enviar ninguna noticia. Lo interrogaba sobre todo lo que no había podido saber y él apenas contestaba. Mi curiosidad tenía un sólo límite: el miedo a preguntarle yo mismo para sacarme esas dudas que me corroían la mente.

Me enojé mucho con él por los abusos de silencio con que nos castigaba, pero ahora que ya tengo los hijos criados y repaso cómo se fueron dando los acontecimientos de nuestras vidas, los comprendo cuando me critican porque no tengo ganas de hablar.