Nunca entendí a mi
padre.
La pobreza en Cicilia
era tremenda y la solidaridad no daba a basto. La cooperación entre los vecinos
era la mejor posible pero no había qué repartir.
Recuerdo que mis
padres discutían mucho antes de dormirse hasta que un día dejaron de discutir y
al día siguiente mi padre partió para América.
Mi madre quedó
haciendo más cosas de las que ya hacía y empezaron a ayudarla mis dos hermanos
mayores. Yo ayudé dejando de ir a la escuela y quedándome en la casa. Ya había aprendido
a leer y escribir.
Cuando alguien volvía
del poblado más cercano mi madre se ponía muy nerviosa y luego triste, pero un
día, tres años después de aquella partida, llegó la carta tan esperada.
Los acontecimientos se
sucedieron entonces con gran precipitación. Dos días después estábamos los
cuatro sobre un buque que nos llevaría también a la Argentina.
Acá terminamos de
criarnos y mi madre no paraba de pelearlo por haber estado tantos años sin
enviar ninguna noticia. Lo interrogaba sobre todo lo que no había podido saber
y él apenas contestaba. Mi curiosidad tenía un sólo límite: el miedo a
preguntarle yo mismo para sacarme esas dudas que me corroían la mente.
Me enojé mucho con él
por los abusos de silencio con que nos castigaba, pero ahora que ya tengo los
hijos criados y repaso cómo se fueron dando los acontecimientos de nuestras
vidas, los comprendo cuando me critican porque no tengo ganas de hablar.
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