jueves, 5 de marzo de 2015

Cecilia



 
El profesor Atilio llevaba cerca de cincuenta años enseñándole literatura a jóvenes escasamente interesados en ella aunque era difícil que al promediar el año lectivo no hubieran una mayoría de apasionados lectores de cuanto autor latinoamericano estimulara sus frescas inteligencias.

Era su costumbre dedicarle poco tiempo a los autores que no trataran los temas más contemporáneos y eso terminaba entusiasmando a los muchachos que no encontraban en otro lado un mejor organizador de sus turbulentas preocupaciones.

Divorciado cuando tenía apenas veintinueve años, no había querido entablar nuevos vínculos amorosos porque aquel matrimonio le había dejado un sabor  amargo.

La docencia era su única pasión y cada nuevo autor que llegaba a sus manos era leído con una consigna: «Qué hay de bueno para mis muchachos».

Cierta vez, cuando ya tenía setenta y dos años, fue citado al despacho del director del colegio y algo de ese encuentro lo angustió.

Efectivamente, el director le dijo de la forma más amable posible que se veía en la penosa obligación de pedirle que se jubilara porque, si bien los chicos estaban muy conformes, algunos padres habían insistido con que sus hijos no merecían ser educados por una persona tan anciana.

Llegó anímicamente destrozado a su casa, se preparó un té y abrió el cajón de su escritorio para mirar como hipnotizado el revólver que allí guardaba.

Pasaron muchas horas de aquella mañana horrible, se había olvidado de almorzar, de ir al baño. Su cuerpo quizá estaba tan muerto como su alma.

Sobre las cuatro de la tarde, sin haber probado tampoco el té, sonó la campanilla del teléfono y decidió no contestar. Llamaron varias veces más durante otras dos horas pero él ya se había desconectado del mundo de los vivos.

Tomó entre sus manos el revólver y otra vez el teléfono. Con la mano izquierda se llevó el tubo al oído para escuchar el último sonido humano y desde ahí escuchó una voz joven que le dijo:

— ¡Viejito adorado!, soy Cecilia, la hija del director. Me dijo que te pidieron la jubilación y estoy radiante porque desapareció el motivo por el que no aceptabas que fuera tu mujer. Si voy ahora para tu casa, ¿me aceptarás?

— ……Sí ……, claro. Te espero.