El profesor Atilio llevaba cerca de cincuenta
años enseñándole literatura a jóvenes escasamente interesados en ella aunque
era difícil que al promediar el año lectivo no hubieran una mayoría de
apasionados lectores de cuanto autor latinoamericano estimulara sus frescas
inteligencias.
Era su costumbre dedicarle poco tiempo a los
autores que no trataran los temas más contemporáneos y eso terminaba
entusiasmando a los muchachos que no encontraban en otro lado un mejor
organizador de sus turbulentas preocupaciones.
Divorciado cuando tenía apenas veintinueve
años, no había querido entablar nuevos vínculos amorosos porque aquel
matrimonio le había dejado un sabor amargo.
La docencia era su única pasión y cada nuevo
autor que llegaba a sus manos era leído con una consigna: «Qué hay de bueno para mis muchachos».
Cierta vez,
cuando ya tenía setenta y dos años, fue citado al despacho del director del
colegio y algo de ese encuentro lo angustió.
Efectivamente,
el director le dijo de la forma más amable posible que se veía en la penosa
obligación de pedirle que se jubilara porque, si bien los chicos estaban muy
conformes, algunos padres habían insistido con que sus hijos no merecían ser
educados por una persona tan anciana.
Llegó
anímicamente destrozado a su casa, se preparó un té y abrió el cajón de su
escritorio para mirar como hipnotizado el revólver que allí guardaba.
Pasaron
muchas horas de aquella mañana horrible, se había olvidado de almorzar, de ir
al baño. Su cuerpo quizá estaba tan muerto como su alma.
Sobre las
cuatro de la tarde, sin haber probado tampoco el té, sonó la campanilla del
teléfono y decidió no contestar. Llamaron varias veces más durante otras dos
horas pero él ya se había desconectado del mundo de los vivos.
Tomó entre
sus manos el revólver y otra vez el teléfono. Con la mano izquierda se llevó el
tubo al oído para escuchar el último sonido humano y desde ahí escuchó una voz
joven que le dijo:
— ¡Viejito
adorado!, soy Cecilia, la hija del director. Me dijo que te pidieron la
jubilación y estoy radiante porque desapareció el motivo por el que no
aceptabas que fuera tu mujer. Si voy ahora para tu casa, ¿me aceptarás?
— ……Sí ……,
claro. Te espero.
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