viernes, 2 de enero de 2015

Suerte con desgracia



«El pintor» era el apodo que le daban al señor mayor que vivía en el apartamento 6B.

Todos los habitantes del consorcio habían llegado al edificio después que él. Por este motivo nadie lo conocía.

Los más observadores (las más observadoras, debí decir) conjeturaban que dentro de su apartamento existirían sofisticados aparatos para hacer gimnasia porque el cuerpo de «El pintor» era casi perfecto.

También era notoria su prolijidad y pulcritud. Un conjunto de señoras solas solían intercambiar los pocos datos que se obtenían a través de encuentros casuales en el ascensor, en la calle o en algún comercio de la zona.

Los zapatos siempre bien lustrados, la ropa sin arrugas, con el cabello como si acabara de salir de la peluquería.

Las visitas que solía recibir eran personas de ambos sexos, igualmente cuidadosas de su atuendo y elegancia.

El misterio sobre «El pintor» había ido generando un principio de psicosis entre las cinco señoras que lo observaban con mayor curiosidad. Se excitaban recíprocamente sin darse cuenta cómo, de seguir así, podrían cometer un acto reprobable dentro de su clase socio-económica.

La más inquieta y con vocación de líder decidió dar un paso arriesgado y logró que una prenda interior de jovencita (que compró al efecto) quedara enganchada en la ventana trasera del departamento de «El pintor».

Esto le dio motivo para llamarlo por teléfono y explicarle la situación con su voz más seductora. Él la atendió con el tono atildado por todos conocido y le dijo que pasara a buscar la prenda enseguida porque se aprestaba a salir.

La señora se hizo los últimos retoques de una larga preparación para esta oportunidad, tocó timbre en la puerta de «El pintor». Al instante él entreabrió la puerta para pasarle la prenda por la estrecha rendija.

Ella tomó la prenda pero también le tocó la mano y le dijo con aquella voz telefónica:

— ¿No me invitará a pasar?

Él quedó pensativo un par de segundos, pero rápidamente se transformó en muy expansivo. Abrió la puerta y los brazos como para recibir a una vieja amiga.

Ahora fue ella la sorprendida, mas la curiosidad era tan grande que continuó el juego, lanzándose en los brazos de él para que sintiera la dureza de los senos.

Esto habría terminado maravillosamente si ella no hubiera tocado con el codo un pequeño espejo que colgaba de la pared que se hizo trizas contra el suelo.

«El pintor» estalló en un ataque histérico, saltando en el lugar, chillando una y otra vez:

— ¡Siete años de desgracia, váyase maldita!