«El pintor»
era el apodo que le daban al señor mayor que vivía en el apartamento 6B.
Todos los
habitantes del consorcio habían llegado al edificio después que él. Por este
motivo nadie lo conocía.
Los más
observadores (las más observadoras, debí decir) conjeturaban que dentro de su
apartamento existirían sofisticados aparatos para hacer gimnasia porque el
cuerpo de «El pintor» era casi perfecto.
También era
notoria su prolijidad y pulcritud. Un conjunto de señoras solas solían
intercambiar los pocos datos que se obtenían a través de encuentros casuales en
el ascensor, en la calle o en algún comercio de la zona.
Los zapatos
siempre bien lustrados, la ropa sin arrugas, con el cabello como si acabara de
salir de la peluquería.
Las visitas
que solía recibir eran personas de ambos sexos, igualmente cuidadosas de su
atuendo y elegancia.
El misterio
sobre «El pintor» había ido generando un principio de psicosis entre las cinco
señoras que lo observaban con mayor curiosidad. Se excitaban recíprocamente sin
darse cuenta cómo, de seguir así, podrían cometer un acto reprobable dentro de
su clase socio-económica.
La más inquieta
y con vocación de líder decidió dar un paso arriesgado y logró que una prenda
interior de jovencita (que compró al efecto) quedara enganchada en la ventana
trasera del departamento de «El pintor».
Esto le dio
motivo para llamarlo por teléfono y explicarle la situación con su voz más
seductora. Él la atendió con el tono atildado por todos conocido y le dijo que
pasara a buscar la prenda enseguida porque se aprestaba a salir.
La señora
se hizo los últimos retoques de una larga preparación para esta oportunidad,
tocó timbre en la puerta de «El pintor». Al instante él entreabrió la puerta
para pasarle la prenda por la estrecha rendija.
Ella tomó
la prenda pero también le tocó la mano y le dijo con aquella voz telefónica:
— ¿No me
invitará a pasar?
Él quedó
pensativo un par de segundos, pero rápidamente se transformó en muy expansivo.
Abrió la puerta y los brazos como para recibir a una vieja amiga.
Ahora fue
ella la sorprendida, mas la curiosidad era tan grande que continuó el juego,
lanzándose en los brazos de él para que sintiera la dureza de los senos.
Esto habría
terminado maravillosamente si ella no hubiera tocado con el codo un pequeño
espejo que colgaba de la pared que se hizo trizas contra el suelo.
«El pintor»
estalló en un ataque histérico, saltando en el lugar, chillando una y otra vez:
— ¡Siete
años de desgracia, váyase maldita!
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