No sé su nombre, pero todos le decían Tamal.
Cuando tenía probablemente seis o siete años, alguien de un circo gritó ese nombre justo cuando él se asomó para curiosear por una rendija de la carpa.
Los que ensayaban se rieron de su cara de asombro y comenzaron a decir «¡Ven Tamal!», «¡Únete a nosotros!», «¡Te divertirás!».
El chico no estaba interesado en los artistas sino en los animales. Sentía una fuerte atracción hacia ellos y —como siempre ocurre—, los animales dejaban que él se acercara. Inclusive los peligrosos.
Lo conocí cierta vez que tuve una actitud poco frecuente en mí: lo invité a desayunar en el bar al que entró a pedir limosna.
Contra mi suposición, comió lo que comería cualquier chico de su edad a quien nunca le falta la comida.
Tenía una pésima costumbre: no podía parar de balancear las piernas y me golpeó infinitas veces, a pesar de pedirle que dejara de hacerlo.
Le hice preguntas clásicas (¿cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿tienes hermanos?), que él contestaba con poco interés.
Me hizo preguntas esperables (¿qué edad tienes?, ¿en qué trabajas?, ¿tienes hijos?).
Cuando le dije que soy psicoanalista, no me entendió y se me ocurrió decirle que me dedico a interpretar los sueños de las personas.
— Yo sueño que veo todo desde alturas diferentes, —me dijo, imaginando que eso era fácil de entender para mí.
Le pregunté si recordaba alguno y me contó varios, uno tras otro, con lujo de detalles, sin vacilar y con gran entusiasmo.
Eran sueños de angustia (miedo, persecución, el corazón que late a prisa) y unos pocos, sobre juegos (correr, revolcarse, zambullirse).
La característica más significativa para mí, fue que no tenían incoherencia onírica.
Desayunamos muchas veces juntos y confirmé que soñaba lo que estaba en la mente de los animales con los que se vinculaba.
No presenté el caso porque ningún colega me hubiera creído.
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sábado, 20 de noviembre de 2010
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