Las entradas para ver
a Natalia se agotaron dos horas antes de que comenzara puntualmente el
espectáculo.
La edad promedio de
los asistentes era de unos 25-30 años y habían concurrido con vestimenta
cómoda pero moderadamente elegante.
Luego de un teatral
apagón de cinco segundos, estallaron las luces y la orquesta provocando un
verdadero tsumani sanguíneo en cada unos de los 11.000 espectadores.
El show tenía una
duración prevista de solo 45 minutos como era habitual en Natalia. Por eso —y
para que los asistentes pudieran desplegar el incontenible deseo de bailar de
los diez temas que estaban programados— no había asientos.
Ese primer tema, sólo
instrumental y lumínico —Superlight at
night—, predispuso al auditorio y algunos empezaron a
sacarse la ropa de abrigo.
Antes de que se calmaran los ánimos, oímos el
primer grito electrizante de Natalia, característico del tema The shout of the tigers.
Ingresó al escenario cantándolo y la locura
fue total.
A la orquesta todavía le quedaba mayor volumen
para agregar a sus instrumentos, sin quedarse atrás del arrasador caudal de voz
de la cantante.
Aunque el comienzo fue muy arriba, Natalia y
su orquesta lograron subirlo más y más, provocando en los espectadores gritos,
saltos, abrazos, muchas lágrimas incontenibles de las más sensibles y sobre
todo un coro que hubiera puesto la carne de gallina al mismísimo Beethoven.
El décimo y último tema, We make the show, el
más pegadizo y bailable de los clásicos de Natalia, fue en su
versión extendida (6 minutos) y le dio al espectáculo un broche de oro que
difícilmente podremos olvidar quienes tuvimos la suerte de participar en este
gran despliegue de alegría, armonía, luz, color, ritmo, buen gusto y perfecto
control de la desbordante algarabía que provoca la potente voz de ella.
Esta vez, el escenario estaba preparado para
que la figura de Natalia se fuera perdiendo en una densa neblina multicolor,
saludándonos con carismática sonrisa desde su silla de ruedas.
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