La vida fue muy dura con Andrea.
Cuando tenía sólo 13 años, quedó encargada de
cuidar a sus dos hermanos más chicos (varones de 12 y 11 años) porque la
abuela, si bien dijo ante el gobierno que se haría cargo de ellos tres cuando
murió la madre, en realidad sólo cumplía a cabalidad cobrando el dinero que
recibía del estado.
Por razones genéticas, de tamaño físico y
hasta culturales, Andrea tenía que ejercer el poder ante dos chicos más grandes
que ellas y apoyados por el machismo ambiental.
Ella tenía unas consignas muy efectivas para darse
órdenes, alentarse y justificarse a sí misma. Se decía por ejemplo «Si no te gusta la sopa: ¡dos
platos!»; «A caprichoso, caprichosa y media»; «El que pega primero, pega dos
veces».
Sus
estudios terminaron tempranamente aunque su ignorancia sobre lo que es vivir fue
desapareciendo con rapidez.
Desarrolló
la destreza de adivinar las intenciones de la gente con velocidad desesperada
cuando la acusaron injustamente de robar en una frutería. Cuando trató de
dormir esa noche con el corazón a mil latidos por minuto, se restregaba los
pies pensando de dónde había salido su capacidad para decir cosas coherentes a
tanta velocidad y con voz tan caudalosa.
Lo que ella
no pudo hacer se lo impuso a sus hermanos: tenían que terminar los estudios y
ponerse a trabajar cuanto antes. Lo que la naturaleza no le dio a su género en
cuanto a fuerza física y estatura, se lo dio en capacidad oratoria. Quienes
habían padecido alguna de sus palizas verbales, no necesitaban después más que
su mirada amenazante para comprender por telepatía cómo debían rectificarse.
Con ella
siempre simpatizamos porque tenemos buena química y escribo esto al verla haciendo
las tareas con nuestro hijo de dos meses en su brazo izquierdo, entrecerrando
un ojo porque casi no se saca el cigarrillo de la boca y deteniéndose de vez en
cuando para tomar un pequeño sorbo de aguardiente. ¡Es adorable!
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