Durante cuántos cientos de horas habré estado
mirando aquella caja toráxica enorme, fuerte, musculosa, apenas cubierta por
una camisa semi transparente.
Las manos, de dedos cortos y uñas grandes, un
anillo con su monograma y otro con una piedra clara.
La foto habría sido tomada alrededor de 1960
en un lugar que desconozco. Me la regaló mi abuela y la tomé como la herencia
de un modelo de hombre al que yo quería incorporar mirándolo ambiciosamente.
¿Por qué tanta necesidad de parecerme a mi
padre? Muy fácil después de saberlo: Porque con ese tórax y esas manos habría
conquistado nada menos que a una mujer como mi madre.
En una foto manualmente coloreada, ella lucía
como una diosa del cine, con uniforme colegial, sonrisa amplia, serena, segura.
Excepto la cara y las manos, todo lo demás estaba cubierto por la vestimenta. En mi
fantasía yo tomaba los libros que ella abrazaba, los apoyaba sobre una silla, le
quitaba el uniforme, la imaginaba rodeada por ese pecho y esas manos que
podrían ser las mías.
Finalmente se produjo el encuentro con «el modelo de
mi vida». En un lugar muy discreto, aquel monumento al hombre capaz de
conquistar a la mujer de mis sueños, se notaba muy golpeado por la vida.
Aunque ya había pagado su deuda con la
sociedad, alguien real o ficticio lo perseguía. Nos encontramos en un modesto
bar próximo a los tugurios portuarios, y aquel tórax monumental se había ido,
las manos eran delgadas y frágiles. Demoré unos minutos en convencerme de que
ese era mi padre.
Lo que ahora recuerdo de este segundo modelo
paterno es una intensa mezcla de aguardiente, loción de afeitar, pomada de
zapatos y el olor de un varón derrochado.
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