El cumpleaños número
46 de mi mejor amigo fue un día de suerte.
Se festejó en una casa
de campo ubicada a 30 quilómetros de la capital y el día estuvo espléndido.
Como a las 11 de la
mañana llegó un autito coreano manejado por una mujer de lentes y pelo lacio
negro.
Cuando se bajó cerró
la puerta con parte de su vestido adentro, por lo que tuvo que volver a abrirlo,
miró la marca de barro que le dejó en el ruedo, pateó con furia en el suelo y
cerró con violencia para que la puerta inoportuna escarmentara.
Sin parar de
gesticular furiosa, se dirigió a mi amigo para saludarlo o para insultarlo y
cuando pasó a mi lado me encapsuló en su perfume.
Cuando terminó de
saludarlo, me acerqué a ella y tomándola del brazo, le dije al oído: «Me gustás toda».
Ella tironeó para soltarse y la seguí hasta que intentó saludar a la
esposa de mi amigo. Aproveché la preparación de sus labios para ser yo quien le
diera un beso de sicópata descompensado.
Me miró a los ojos y le dije: «Vení».
Quizá me acompañó para no tener un segundo problema en la mañana y le
dije: «Me gustás toda, sé que sos la mujer de mi vida y también sé que nadie
podrá ofrecerte lo mismo que yo puedo darte».
Como sus pestañas bajaron levemente, entendí que esa era una rotunda
aceptación y la invité a que fuéramos a mi camioneta. Hicimos el amor como dos
venusinos alcoholizados. Llamé al móvil de mi amigo para decirle que nos íbamos
con ella para terminar de arreglar unos asuntos personales.
En el viaje a la capital ella fue preguntándome cuáles eran algunos
datos míos y ante cada respuesta me informaba los suyos.
Cuando llegamos a mi apartamento entró con actitud de copropietaria, hicimos
el amor nuevamente como si volviéramos de una cruel abstinencia y hoy cumplimos
11 meses inaugurándonos zonas erógenas desconocidas.
Insisto: aquel fue un día de suerte.
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