lunes, 5 de noviembre de 2012

Me tranquiliza saber que soy temible


Aunque me lo contó mi padre, esta vez puedo creerle. Él era un gran narrador y se murió sin que yo pudiera saber a carta cabal si inventaba las historias o veía la realidad tan distorsionada como en sus relatos.

Cuando yo tenía 9 años vivía en una casa humilde pero grande. En la misma cuadra habíamos más niños de esta edad y también mayores.

A dos cuadras de ahí se daba una situación similar con otros niños y la rivalidad entre uno y otro grupo no podía resolverse por medio del pacificante fútbol sino que habíamos formado sendos comandos de choque para resolver el conflicto por medio de la confrontación armada. El ganador tendría libre circulación en ambas cuadras y el perdedor tendría que pedir permiso para pasar por la puerta de los ganadores.

En el galpón de mi abuelo construí un escudo con maderas y cartón acanalado más una espada con el palo de una escoba que estaba en uso pero como yo la necesitaba por motivos más urgentes, la desarmé y me castigaron con toda una tarde sin jugar.

Cuando volví a la fabricación de armas, cuenta mi padre que puse el escudo apoyado contra una pared y le pegue un golpe con la espada-palo de escoba.

El escudo de deshizo inmediatamente por razones obvias (pésima construcción) pero cuando me di cuenta de que mi padre había dejado de leer para ver lo que acababa de ocurrir, yo le habría dicho:

— Tengo demasiada fuerza en este brazo.

Luego construí otro escudo, agregándole más maderas y cartones, pero según él, no volví a probarlo “porque mi brazo era demasiado destructivo”.

Cuando se produjo el enfrentamiento, nos fue muy mal y tuvimos que salir corriendo a refugiarnos en nuestras casas. Sin embargo, cuando al otro día nos reunimos en mi casa a merendar, algunos dijeron que este había sido “un voluntario repliegue estratégico”  y otro dijo que sólo había sido “una rectificación de la línea de combate a posiciones más firmes”.

Cuando más adelante tuve que guardar cama por culpa de una enfermedad eruptiva que no recuerdo cuál fue, y mi padre me leía las fábulas de La Fontaine —no teníamos televisión—, él se detuvo al final de «La zorra y la uvas» para contarme que la reacción de la zorra de abandonar su intento alegando que «las uvas están verdes» era muy parecida a mi actitud de no probar el segundo escudo, (tan endeble como el primero), alegando que mi brazo era demasiado fuerte así como también era muy parecida a las explicaciones técnicas de nuestra huida.



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