Cuando yo tenía 10 años
vivía con muchos familiares: abuelos, tíos, primos. Mis padres no me educaban
según su criterio sino que consultaban todas las ideas y a mí me correspondía
obedecer a ese parlamento en el que yo no tenía ni voz ni voto.
Hubo un momento en que se
pensó que yo tenía que estudiar inglés y pronto surgió la idea de hacer una
colecta y mandarme a vivir a Estados Unidos utilizando lo que ellos llamaban “una
red de intercambio”. Cuando esto parecía resuelto (yo ya tenía 16 años),
apareció mi tío Raúl. Se ve que él habló con mi mamá y todos los planes fueron
cambiados. Raúl opinó que si la familia quería convertirme en un norteamericano
nativo tendría que recibir instrucción en un instituto del servicio secreto de
la Unión Soviética (KGB). Mi padre, ensimismado en la novelas policiales de
Jorge L. Borges, no ofreció resistencia.
Se contaba en la familia
que mi mamá se enamoró de mi papá en Buenos Aires porque él le contó un
proyecto de novela que a ella la fascinó. Se trataba de un detective psiquíatra,
que siguiendo pistas muy policiales, tenía que averiguar quién de sus pacientes
sería capaz de perpetrar un crimen. Mi mamá, entusiasmada, creyó haber
descubierto un tipo de literatura preventiva.
Resumo: cuando cumplí 20
años me enviaron a Estonia a estudiar en la KGB.
Con 28 años el
entrenamiento incluía mudarme a los Estados Unidos. Todo anduvo bien hasta que
una amiga de mi madre, casada con un norteamericano y residente en California,
le mandó una carta diciéndole que el FBI me estaba vigilando porque suponían
que yo era un espía (¡en plena guerra fría!).
Mis padres se alarmaron y
mi tío viajó inmediatamente a Moscú.
Sin que yo me enterara,
todos se tranquilizaron cuando volví a Montevideo, casado con una
norteamericana, con dos hijos mellizos y sin trabajo.
En pocos meses nos
solucionaron todo (casa, trabajo para mi esposa, colegio para los millizos).
Mi papá publicó aquella
novela preventiva y no vendió ninguna.
Segú mi abuela, los
varones de esta familia solo dan trabajo.
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